miércoles, 20 de agosto de 2014

VOCES Y LATIDOS

LA VOZ, EL SILENCIO

La realidad es subjetiva en la sinapsis individual,
lo mismo se percibe, se difiere en su interpretación.
La expectativa encuadra sin límites a la emoción,
lo distinto se hace evidente, corrompiendo sin piedad.

Pareciera que iguales cromosomas garantiza la equidad
mas la vivencia social hace posible la diferencia.
Si cada quien es un mundo infinito de saberes,
¿por qué esperar entonces ser gemelo en placeres?

No basta atraer, es necesario estar, se requiere hablar;
las palabras son nuestras, el silencio también lo es.
El verbo encerrado quedó en pensamiento,
tras el paso del tiempo que corrió sin parar.

Finalmente la voz se hizo presente ante la ausencia,
con la intención de palpar el imaginario perverso,
minuto a minuto la fantasía quedó sin presencia
por la omisión que empañó al poder de la creencia.

La vida pasa, transcurre, no hay tiempo perdido,
es ganancia afectiva por cada recuerdo que palpita,
es cuestión de acción que lleve a la decisión,
de permitir a conciencia lo que pide el corazón.


lunes, 18 de agosto de 2014

EN FORMA




SIETE MACHOS…ES UN VERDADERO HOMBRE
Carlos Arturo Olarte Ramos

Una lluvia de golpes y luces multicolores parecen ser la feria que enaltece a la violencia en un escenario legitimado por la cultura popular. Hombres y mujeres desatan pasión alrededor del cuadrilátero donde el objeto de poder y deseo se ocultan detrás de máscaras y pantalones; cuerpos masculinos con sendos músculos son secuenciados por siluetas femeninas, incitando al morbo y al lenguaje florido de quienes asisten, por placer, a un deporte que sublima al ataque, la destrucción y la guerra: la lucha libre.

En este ejercicio escrito se pretende interpretar el espectáculo de la lucha libre como una práctica genérica masculina.

Hegemonía al por mayor rodea el campo de acción, delimitado por sendas cuerdas que reflejan la flexibilidad de una sociedad que teme y no a la agresión. Fiel reflejo de una comunidad acostumbrada a ceder ante la fuerza física. Los hombres se convierten en héroes ante la derrota de la otredad, caída, desecha y humillada frente a los gritos ensordecedores de quienes aplauden al ganador. En la lucha libre se revive el salvajismo que caracterizó a los hombres en la antigüedad, ahora aceptada dentro de un escenario que honra al machismo, y repudiada por disidentes de la cultura patriarcal.

Como señalara Connell (2005), el subordinado, el cómplice y el marginado acompañan al hegemónico. El árbitro no es más que el cómplice que valida la fuerza física de quien por minutos ostenta la hegemonía en el espectáculo de saltos, golpes y caídas; el derrotado tiene que aguantar los abucheos al minimizar su fuerza frente al otro, para pasar de un rol protagónico a uno subordinado, en espera de la nueva oportunidad para alcanzar la victoria; entretanto, el marginado es silenciado pues no tiene cabida en esta lucha de poderes, su presencia está marcado por la ausencia. Sin embargo, hay hombres que rompen con el paradigma del machismo, y más allá de ser ente masculino lo son femenino como construcción social. No sólo ellos luchan, también ellas lo hacen: mujeres que muestran la fuerza física de la feminidad; y en ese campo social, hay cabida para hombres que proyectan delicadeza comportamental.

Se rompe entonces con la dualidad del género, dando pauta a las posibilidades genéricas: mujeres masculinizadas y hombres feminizados, mujeres femeninas y hombres masculinos; de todo se aprecia en el cuadrilátero del honor.

El juego que protagonizan estos actores evidencia parte de la esencia mexicana. A este país, mancillado por las esferas de poder, le han etiquetado revueltas, guerrillas, corrupción, y demás fenómenos que deterioran la esencia humana, como parte de un sistema androcéntrico que reproduce el poder masculino, que al no estar orientado a la equidad, desemboca en destrucción.

Así como “Lección de Cocina”, de Rosario Castellanos (2008), es un eufemismo de la obligación marital que tiene la mujer, la lucha libre es una apología de la obligación social que tiene el hombre. Mientras que “tender la mesa” es lo mismo que “tender la cama” para que la mujer prepare el escenario donde el hombre obtenga placer, así “dar golpes y patadas” es lo mismo que “raptar y asesinar” para que el hombre delimite el territorio donde imponga su orden frente a otros hombres y frente a la mujer. En una se requiere la presencia de la delicadeza femenina, y en el otro, la rudeza masculina. No se está permitido que escapen del mandato social.

Los atributos que distinguen a los varones están sostenidos y reforzados por mandatos sociales que son internalizados y forman parte de sus identidades y les señalan –tanto a hombres como a mujeres– lo que se espera de ellos y ellas. Atributos y mandatos expresan esa masculinidad dominante que es su referente y patrón con el que se comparan y son comparados, pero que no necesariamente pueden exhibir o ejercer en los diferentes ámbitos de su vida; por el contrario, su exhibición y ejercicio dependerá: del éxito en pasar las pruebas de iniciación que les permitan reconocerse y ser reconocidos como hombres; de su sensibilidad; de los recursos materiales, simbólicos, institucionales que posean/hereden; del contexto social en el que vivan, entre otros (Olavarría, 2005: 150).
Los conceptos bourdianos, campo social y habitus, están más que claros: en la lucha libre el campo es el ring, el cuadrilátero, el espacio de los golpes; y el habitus, la reacción de quienes están en medio del campo de batalla y los que son testigos de la imposición y subordinación. Los luchadores y los aficionados, como actores sociales, reproducen sin límites la violencia disfrazada de espectáculo.

En la violencia, los cuerpos se convierten en deseo. Los hombres silban a las edecanes que anuncian la entrada triunfal de los luchadores, y las mujeres hacen lo mismo ante la presencia del cuerpo masculino. Ambas unidades corpóreas están delimitadas por entalladas y/o diminutas prendas que poco dejan a la imaginación la diferencia sexual. Entre los aficionados, sino es que entre las edecanes y los luchadores, el deseo sexual se desata, a tal punto que la función de lucha libre se convierte en un intercambio de placeres visuales, orales y físicos, pues no basta con observar, sino gritar y tocar. Así es el espectáculo de la lucha libre, una oportunidad para desahogar lo prohibido.

En el combate el luchador vende su cuerpo convertido en máquina de guerra, omnipotente e indestructible. Su espacio simbólico se transforma con músculos, prendas y maquillaje, para ser, de acuerdo a Freud (1930), como “un dios con prótesis: bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos; pero éstos no crecen de su cuerpo y a veces aun le procuran muchos sinsabores”. No obstante, se lanza al ruedo en busca de la gloria.

La máscara cumple con la función de protección a la vez de misterio, encerrando la identidad de quien se expone a la opinión pública; la carta de presentación es la fuerza, evidenciada con músculos desarrollados y marcados en trajes de licra para reforzar el deseo; capa y botas completan la indumentaria del luchador o luchadora, en busca del reconocimiento social. “Los disfraces son en sí mismos, y por tanto fácil y fluidamente intercambiables, el género aquí reside en lo imaginario y lo simbólico” (Moreno, 2014). El performance del cuerpo se completa con los colores, que en el vestuario o sobre la piel, reflejan una construcción idealizada, enmarcada por la intención de ser un otro que minimice el deber ser.

Lo subalterno queda al descubierto. Las voces silenciadas de quienes son marginados rompen con los esquemas del poder, pues entre la afición, aquellos que son rechazados, discriminados, excluidos, jerarquizados, toman un lugar en el espacio. Ahí se vuelven personas que unen sus gritos al del poderoso; ahí poco importa si se está cerca o lejos del ring, lo que interesa es que la voz se haga presente para impulsar la rabia de los luchadores. La frustración se queda atrapada en la historia porque el espectáculo de los golpes retribuye lo que ha sido negado.

Siete machos es el patrocinador, y con creces se le hace honor. Si el macho es la representación máxima de la hegemonía masculina, siete machos es la reproducción maximizada del poder que encuentra en la lucha libre el marco perfecto. Otro patrocinador es Cemento Fortaleza, cuyo logotipo es un hombre rudo con un martillo, con casco de obrero, simbolismo del machismo mexicano. Con estos dos significados, ¿podrá estar la lucha libre exenta del machismo? Las acciones de técnicos y rudos en su caminar por la pasarela que lleva al campo de batalla buscan ganar la admiración de los presentes; quien lo consigue tiene el respaldo de contribuir a su victoria.

…al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción de estas tendencias agresivas suyas; no se siente nada a gusto sin esa satisfacción (…) un núcleo cultural más restringido ofrece la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de este instinto mediante la hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de aquél. Siempre se podrá vincular amorosamente entre sí a mayor número de hombres, con la condición de que sobren otros en quienes descargar los golpes (Freud, 1930).
Ya en la acción, los hombres se vuelven rudos y salvajes, pero llega un momento en que ejemplifican lo que podría llamarse el kamasutra violento del ring, puesto que ciertas posiciones que uno le propina al otro, a través de las famosas llaves, son más que posiciones simbólicas sexuales que acercan a los hombres en algo que socialmente no se le está permitido: el contacto corpóreo. Si en lo cotidiano al hombre se le permite el abrazo como lo más íntimo, ¿por qué entonces para mostrar hegemonía se le permite el contacto completo con el cuerpo? Esa parte homoerótica queda silenciada, pero el hombre de verdad se hace presente, y con ello, el pesar histórico de una dominación masculina.

Interpretar la lucha libre como un acto patriarcal pone al descubierto que es una reproducción micro de lo que por siglos se ha construido en la sociedad: el acto de dominar a otros para sentir que hay presencia, legitimado por el poder que otorga el reconocimiento (si no es que subordinación) de los otros.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Castellanos, R. (2008). Lección de cocina. México: UNAM.
Connell, R. (2005). Hegemonic masculinity: rethinking the concept. Gender and Society, 19(6), 829-859.
Freud, S. (1930). El malestar de la cultura. Consultado en mayo de 2014 en: http://www.dfpd.edu.uy/ifd/rocha/m_apoyo/2/sig_freud_el_malestar_cult.pdf
Moreno, H. (2014). Cuerpo y Performance. Debates contemporáneos en los estudios de género, Curso de Verano Colmex.

Olavarría, J. (2005). Género y masculinidades. Los hombres como objeto de estudio. Persona y Sociedad, 19(3), 141-161.