Carlos Arturo
Olarte Ramos
Una lluvia de golpes y
luces multicolores parecen ser la feria que enaltece a la violencia en un
escenario legitimado por la cultura popular. Hombres y mujeres desatan pasión
alrededor del cuadrilátero donde el objeto de poder y deseo se ocultan detrás
de máscaras y pantalones; cuerpos masculinos con sendos músculos son
secuenciados por siluetas femeninas, incitando al morbo y al lenguaje florido
de quienes asisten, por placer, a un deporte que sublima al ataque, la
destrucción y la guerra: la lucha libre.
En este ejercicio
escrito se pretende interpretar el espectáculo de la lucha libre como una
práctica genérica masculina.
Hegemonía al por mayor
rodea el campo de acción, delimitado por sendas cuerdas que reflejan la
flexibilidad de una sociedad que teme y no a la agresión. Fiel reflejo de una
comunidad acostumbrada a ceder ante la fuerza física. Los hombres se convierten
en héroes ante la derrota de la otredad, caída, desecha y humillada frente a
los gritos ensordecedores de quienes aplauden al ganador. En la lucha libre se
revive el salvajismo que caracterizó a los hombres en la antigüedad, ahora
aceptada dentro de un escenario que honra al machismo, y repudiada por
disidentes de la cultura patriarcal.
Como señalara Connell
(2005), el subordinado, el cómplice y el marginado acompañan al hegemónico. El
árbitro no es más que el cómplice que valida la fuerza física de quien por
minutos ostenta la hegemonía en el espectáculo de saltos, golpes y caídas; el
derrotado tiene que aguantar los abucheos al minimizar su fuerza frente al
otro, para pasar de un rol protagónico a uno subordinado, en espera de la nueva
oportunidad para alcanzar la victoria; entretanto, el marginado es silenciado
pues no tiene cabida en esta lucha de poderes, su presencia está marcado por la
ausencia. Sin embargo, hay hombres que rompen con el paradigma del machismo, y
más allá de ser ente masculino lo son femenino como construcción social. No
sólo ellos luchan, también ellas lo hacen: mujeres que muestran la fuerza
física de la feminidad; y en ese campo social, hay cabida para hombres que
proyectan delicadeza comportamental.
Se rompe entonces con
la dualidad del género, dando pauta a las posibilidades genéricas: mujeres
masculinizadas y hombres feminizados, mujeres femeninas y hombres masculinos;
de todo se aprecia en el cuadrilátero del honor.
El juego que
protagonizan estos actores evidencia parte de la esencia mexicana. A este país,
mancillado por las esferas de poder, le han etiquetado revueltas, guerrillas,
corrupción, y demás fenómenos que deterioran la esencia humana, como parte de
un sistema androcéntrico que reproduce el poder masculino, que al no estar
orientado a la equidad, desemboca en destrucción.
Así como “Lección de
Cocina”, de Rosario Castellanos (2008), es un eufemismo de la obligación
marital que tiene la mujer, la lucha libre es una apología de la obligación
social que tiene el hombre. Mientras que “tender la mesa” es lo mismo que
“tender la cama” para que la mujer prepare el escenario donde el hombre obtenga
placer, así “dar golpes y patadas” es lo mismo que “raptar y asesinar” para que
el hombre delimite el territorio donde imponga su orden frente a otros hombres
y frente a la mujer. En una se requiere la presencia de la delicadeza femenina,
y en el otro, la rudeza masculina. No se está permitido que escapen del mandato
social.
Los atributos que distinguen a
los varones están sostenidos y reforzados por mandatos sociales que son
internalizados y forman parte de sus identidades y les señalan –tanto a hombres
como a mujeres– lo que se espera de ellos y ellas. Atributos y mandatos
expresan esa masculinidad dominante que es su referente y patrón con el que se
comparan y son comparados, pero que no necesariamente pueden exhibir o ejercer
en los diferentes ámbitos de su vida; por el contrario, su exhibición y
ejercicio dependerá: del éxito en pasar las pruebas de iniciación que les
permitan reconocerse y ser reconocidos como hombres; de su sensibilidad; de los
recursos materiales, simbólicos, institucionales que posean/hereden; del
contexto social en el que vivan, entre otros (Olavarría, 2005: 150).
Los conceptos
bourdianos, campo social y habitus, están más que claros: en la lucha libre el
campo es el ring, el cuadrilátero, el espacio de los golpes; y el habitus, la
reacción de quienes están en medio del campo de batalla y los que son testigos
de la imposición y subordinación. Los luchadores y los aficionados, como
actores sociales, reproducen sin límites la violencia disfrazada de
espectáculo.
En la violencia, los
cuerpos se convierten en deseo. Los hombres silban a las edecanes que anuncian
la entrada triunfal de los luchadores, y las mujeres hacen lo mismo ante la
presencia del cuerpo masculino. Ambas unidades corpóreas están delimitadas por
entalladas y/o diminutas prendas que poco dejan a la imaginación la diferencia
sexual. Entre los aficionados, sino es que entre las edecanes y los luchadores,
el deseo sexual se desata, a tal punto que la función de lucha libre se
convierte en un intercambio de placeres visuales, orales y físicos, pues no
basta con observar, sino gritar y tocar. Así es el espectáculo de la lucha
libre, una oportunidad para desahogar lo prohibido.
En el combate el
luchador vende su cuerpo convertido en máquina de guerra, omnipotente e
indestructible. Su espacio simbólico se transforma con músculos, prendas y
maquillaje, para ser, de acuerdo a Freud (1930), como “un dios con prótesis:
bastante magnífico cuando se coloca todos sus artefactos; pero éstos no crecen
de su cuerpo y a veces aun le procuran muchos sinsabores”. No obstante, se
lanza al ruedo en busca de la gloria.
La máscara cumple con
la función de protección a la vez de misterio, encerrando la identidad de quien
se expone a la opinión pública; la carta de presentación es la fuerza,
evidenciada con músculos desarrollados y marcados en trajes de licra para reforzar
el deseo; capa y botas completan la indumentaria del luchador o luchadora, en
busca del reconocimiento social. “Los disfraces son en sí mismos, y por tanto fácil y fluidamente intercambiables,
el género aquí reside en
lo imaginario y lo simbólico” (Moreno, 2014).
El
performance del cuerpo se completa con los colores, que en el vestuario o sobre
la piel, reflejan una construcción idealizada, enmarcada por la intención de
ser un otro que minimice el deber ser.
Lo subalterno queda al
descubierto. Las voces silenciadas de quienes son marginados rompen con los
esquemas del poder, pues entre la afición, aquellos que son rechazados,
discriminados, excluidos, jerarquizados, toman un lugar en el espacio. Ahí se
vuelven personas que unen sus gritos al del poderoso; ahí poco importa si se
está cerca o lejos del ring, lo que interesa es que la voz se haga presente
para impulsar la rabia de los luchadores. La frustración se queda atrapada en
la historia porque el espectáculo de los golpes retribuye lo que ha sido
negado.
Siete machos es el
patrocinador, y con creces se le hace honor. Si el macho es la representación
máxima de la hegemonía masculina, siete machos es la reproducción maximizada
del poder que encuentra en la lucha libre el marco perfecto. Otro patrocinador
es Cemento Fortaleza, cuyo logotipo es un hombre rudo con un martillo, con
casco de obrero, simbolismo del machismo mexicano. Con estos dos significados, ¿podrá
estar la lucha libre exenta del machismo? Las acciones de técnicos y rudos en
su caminar por la pasarela que lleva al campo de batalla buscan ganar la
admiración de los presentes; quien lo consigue tiene el respaldo de contribuir
a su victoria.
…al hombre no le resulta fácil
renunciar a la satisfacción de estas tendencias agresivas suyas; no se siente
nada a gusto sin esa satisfacción (…) un núcleo cultural más restringido ofrece
la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de este instinto mediante
la hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de aquél. Siempre se
podrá vincular amorosamente entre sí a mayor número de hombres, con la
condición de que sobren otros en quienes descargar los golpes (Freud, 1930).
Ya en la acción, los
hombres se vuelven rudos y salvajes, pero llega un momento en que ejemplifican
lo que podría llamarse el kamasutra violento del ring, puesto que ciertas
posiciones que uno le propina al otro, a través de las famosas llaves, son más
que posiciones simbólicas sexuales que acercan a los hombres en algo que
socialmente no se le está permitido: el contacto corpóreo. Si en lo cotidiano
al hombre se le permite el abrazo como lo más íntimo, ¿por qué entonces para
mostrar hegemonía se le permite el contacto completo con el cuerpo? Esa parte
homoerótica queda silenciada, pero el hombre de verdad se hace presente, y con
ello, el pesar histórico de una dominación masculina.
Interpretar la lucha
libre como un acto patriarcal pone al descubierto que es una reproducción micro
de lo que por siglos se ha construido en la sociedad: el acto de dominar a
otros para sentir que hay presencia, legitimado por el poder que otorga el
reconocimiento (si no es que subordinación) de los otros.
REFERENCIAS
BIBLIOGRÁFICAS
Castellanos, R. (2008). Lección de cocina. México: UNAM.
Connell, R.
(2005). Hegemonic masculinity: rethinking the concept. Gender and Society, 19(6), 829-859.
Freud, S.
(1930). El malestar de la cultura. Consultado en mayo de 2014 en: http://www.dfpd.edu.uy/ifd/rocha/m_apoyo/2/sig_freud_el_malestar_cult.pdf
Moreno, H. (2014). Cuerpo y Performance.
Debates contemporáneos en los estudios de
género, Curso de Verano Colmex.
Olavarría, J. (2005). Género y
masculinidades. Los hombres como objeto de estudio. Persona y Sociedad, 19(3), 141-161.